En España el 13% de los trabajadores son pobres. Son 2,5 millones de trabajadores que ingresan menos de 8.400 euros anuales. Estamos hablando de trabajar remuneradamente y no conseguir tener una vida digna. Sólo Grecia y Rumanía están por detrás de España, y en el conjunto de Europa un 9,5% de los trabajadores son pobres.
¿Acaso es que no hay suficiente trabajo? Pues no, porque en el año 2020, el de confinamiento por la pandemia, se realizaron en España 320 millones de horas extra. La mitad ni siquiera fueron pagadas y hubieran permitido crear hasta 180.000 puestos de trabajo extra. Los trabajadores dejaron de ingresar 2.500 millones de euros y la Seguridad Social, dejó de ingresar 750 millones.
No sería por tanto una escasez de horas de trabajo sino una cuestión de fraude: El 70% de la evasión fiscal en España se concentra en grandes empresas y fortunas. Sin embargo, menos del 20% de los técnicos de Hacienda persigue a estas empresas. Y es que casi un 85% de la plantilla investiga el fraude correspondiente a autónomos y pymes (el 28% del fraude). Mientras en Europa hay una media de 10,3 técnicos de Hacienda por cada 10.000 habitantes, en España tenemos menos de la mitad: 5.
El Gobierno de España, mientras tanto, sigue denegando el Ingreso Mínimo Vital a 3 de cada 4 solicitantes. Dos años después de anunciar su puesta en marcha, este ingreso se supervivencia apenas ha llegado al 46% de los destinatarios anunciados para recibirlo en 2020. O sea, el IMV solo está llegando al 12% de la población que vive en España por debajo del umbral de la pobreza. La palmaria impericia del Gobierno, con el ministro de Albacete a la cabeza (Escrivá, el responsable de Seguridad Social), muestra el fracaso de esta “vacuna social” contra la pobreza, que realmente constituye un infierno burocrático.
Como dice Julen Bollain, «resulta miserable que haya gente que defienda que una persona se embolse 8.000 euros al mes sin moverse del sofá, por el mero hecho de haber heredado 10 pisos, pero llame paguita a una renta básica de 700 euros al mes para que nadie muera de hambre».
Acabamos de saber que el 10% más rico de la población mundial actual posee el 76% de la riqueza. Mientras que el 50% de la población más pobre, tan solo posee el 2%. Son los datos del Informe mundial de desigualdad de 2022.
Y nuestras políticas públicas fiscales, económicas y sociales no parecen contribuir a revertir esta desigualdad, sino más bien a reforzarla.
REFORZANDO LA POBREZA DESDE LOS SERVICIOS DE “BIENESTAR”
Y los servicios sociales no son ajenos a este refuerzo de la desigualdad y la intensificación de la pobreza. Tampoco las personas que ejercen su actividad profesional en este sub(mini-cuasi)sistema de protección social.
El individualismo liberal injusto sigue siendo la lógica que anima el trabajo social profesional normativo en la actualidad. El sentimiento de que escapar de la pobreza es responsabilidad de un individuo permanece como un tema recurrente de los servicios sociales contemporáneos.
Los itinerarios individuales de inserción sociolaboral, que son condición habitual para acceder a los recursos, por escasos y miserables que estos sean, son otro ejemplo muy extendido en los servicios sociales. Y es la principal condición compulsiva asociada a la percepción del fallido Ingreso Mínimo Vital.
Desde sus inicios, la intervención en el mundo social se sustenta en el supuesto de que las clases dominantes tienen mejor idea de lo que necesitan los pobres. Los pobres lo son por su propia culpa y seguir las instrucciones de la clase dominante es su salida a la pobreza. Puede parecer estereotipado, pero esta economía moral del trabajo social, que funciona activamente exaltando a unos y denigrando a otros, radica en una aceptación de sentido común de la gran desigualdad y la opresión normalizada en el día a día.
Los innumerables cambios que el trabajo social ha venido experimentando en el último siglo para adaptarse a las crisis (especialmente en los último 60 años) han estimulado y promovido un estilo autoritario de trabajo social, en la primera línea de atención y aplicación de las políticas, convirtiéndose en un instrumento de nuevos métodos de control social de la población empobrecida, vulnerabilizada, marginada, relegada o en desventaja. Es decir, oprimida desde múltiples ejes y sistemas de dominación, incluyendo los propios servicios sociales como dispositivos de opresión. Las adaptaciones a las crisis nos han ido llevando al aumento del autoritarismo, la desigualdad, la injusticia y la exclusión.
A medida que las prestaciones y servicios se reducen y racionan cada vez más, las trabajadoras sociales filtramos a los solicitantes, asesorando u orientando hacia apoyos cada vez más caritativos y estigmatizados socialmente. La senda recorrida en las seis últimas décadas es cada vez más lamentable y nos aleja cada vez más de la igualdad democrática y la justicia social. Porque a medida que los ingresos y la seguridad en el empleo han ido cayendo, los Estados han aumentado el carácter condicional de las prestaciones para exigir a los perceptores que se sometan a una detallada preparación para el trabajo. Al mismo tiempo, a medida que se obliga a los ciudadanos a pagar más tasas y copagos por los servicios, se envía a las trabajadoras sociales a seleccionar a las personas en el acceso a los servicios públicos y a intervenir de forma autoritaria con aquellos a quienes se define como ‘desviados’. Se altera de facto, la función que nos otorga legitimidad social como profesión, desde unas tan bienintencionadas como nefastas decisiones políticas, que nos consideran y prescriben como ‘certificadoras de pobreza’, a la vez que nos obligan a ejercer un rol de control compulsivo en procesos de (ilusoria) inclusión laboral.
Este ‘nuevo gerencialismo’ produce y necesita una ‘policialización’ de los servicios sociales, que nos mantiene atrapados en los aspectos autoritarios del control social, en especial en la compulsión al empleo. Pero el trabajo social, al estar en la “primera línea de fuego”, corre muchos más riesgos que otros profesionales de poner en marcha procesos de asesoramiento individual para llevar a los perceptores de prestaciones a la formación o al empleo, aún a sabiendas que no sirve de nada. O de ser utilizados para racionar servicios y derivar a las personas hacia formas de protección inferiores, residuales y de mera subsistencia.
Joan Manuel Serrat, en una entrevista realizada en Argentina cuando yo vivía allí, respondió explicando que había una gran diferencia entre ser utilizado y ser útil. Pues bien, yo creo que las trabajadoras sociales en España llevamos demasiado tiempo siendo utilizadas, y ya va siendo hora de empezar a ser útiles, no creen?

Buenísimo y valiente artículo, no se puede decir más claro.
Gracias
Muchas gracias Almudena
Pingback: T – SIN INTEMPERIE
Impresionante. Chapó
Muchas gracias Karina. me alegro que te haya gustado.
Creo que poco puedo aportar, dada tu clarividencia. Gracias por compartir, para que todas podamos ver, si queremos, un poco más allá de nuestras narices y podamos ser un poco más críticas. Gracias, muchas gracias.
Gracias tí por la lectura. Me alegro que te sirva para esa mirada crítica tan necesaria. Un saludo
Facilidades por todo lo que aportas en las entradas de tu blog. Aire para el trabajo social!
Muchas gracias Victoria. Todo un honro tus palabras. Besos
Felicidades por todo lo que aportas en las entradas de tu blog. Aire para el trabajo social!
Honor* ja, ja, los teclados…