En mi entrada anterior afirmaba que la consideración de la comunidad en el trabajo social como algo preexistente, como algo externo, como un objeto, nos ha enclaustrado y entrampado. Por ello, sólo podremos salir de la jaula epistemológica cambiando nuestra mirada. Nuestra manera de ver, concebir y sentir la comunidad. Percibiendo la comunidad como una construcción en movimiento. Como sujeto protagonista de la acción.
La comunidad es un sujeto colectivo, tiene vida propia, es dinámico y mutable, siempre en construcción y cambio permanente. La comunidad no es un nivel ni un método, es todo un ecosistema social: un contexto de vida cotidiana donde cada persona interactúa con su entorno vital, de formas muy diversas, a través de redes de comunicación. Ya sean redes densas que cuidan y protegen la vida buena[1], o redes frágiles que fragmentan y deshumanizan. La comunidad es el ecosistema social donde desplegamos la vida cotidiana. Es un ecosistema integrado por subsistemas relacionales y ambientales. Un ecosistema que a su vez forma parte de otros ecosistemas más amplios, que, esos sí, exceden el marco de la convivencia y la vida cotidiana. La comunidad, nos recuerda Silvia Navarro, es “un sujeto colectivo con vida propia y que interrelaciona actores sociales diversos, integrándolos en sus propios contextos de vida, generando intercambio, energía, capacidad y potencia en un sistema creador de nuevas realidades”. Es un campo interaccional generador de apoyos, recursos y oportunidades vitales. Un campo convivencial que puede construirse como espacio relacional de cuidado y hospitalidad, o de aislamiento y hostilidad.
Concebir de este modo la comunidad, nos permite salir de la jaula y explorar otros horizontes de posibilidad. Empezar a trazar otro mapa para la práctica profesional. Un mapa que nos conduzca de la impotencia a la resistencia creativa. Uno que nos lleve, en definitiva, a la ética del trabajo social.
Esto nos obliga a ir más allá de la simple consideración del trabajo social comunitario como un método o una dimensión de la práctica profesional. El trabajo social comunitario es un proceso de transformación ‘desde’ (no ‘para’ ni ‘en’) la comunidad. Lo que exige ‘ser’ parte de ella: sentirse (y ser sentido) como alguien que forma parte de esa comunidad que transforma y se transforma.
El trabajo social comunitario así entendido, es un posicionamiento ético-político que nos implica a las profesionales, a las organizaciones y a la sociedad. No se trata simplemente de hacer actividades ‘fuera’ del despacho, ni de hacer reuniones grupales. Con frecuencia se ha intervenido considerando que hacer trabajo social comunitario consiste simplemente en realizar actividades con algún tipo de grupo fuera del despacho. Como si la naturaleza comunitaria de una intervención estuviera marcada por un espacio físico (establecido en términos dentro-fuera) o por el número de personas con las que se realiza una determinada actividad (una persona o varias). No todo lo que se hace fuera del despacho, en la calle, o con grupos, es necesariamente trabajo social comunitario: por ejemplo, muchas actividades de dinamización cultural, siendo necesarias, no constituyen en sí mismas trabajo social comunitario. Del mismo modo que dentro de un despacho, se pueden hacer acciones de intervención profesional que no necesariamente siempre son de ‘gestión burocrática’. Toda intervención profesional de trabajo social debería incluir la dimensión comunitaria, ya sea que se esté realizando educación familiar, gestión de caso, o acompañando una acción de resistencia comunitaria, por ejemplo. No es el lugar (dentro-fuera) ni el número de personas (una o varias) lo que convierte a una práctica profesional en comunitaria. Es el enfoque, la perspectiva y la mirada. Podemos hacer actividades grupales en la calle que no son realmente comunitarias, como ocurre con demasiada frecuencia.
Tampoco se trata, como tantas veces sucede, de una práctica profesional individual de ‘voluntarismo militante’: la motivación profesional es necesaria e importante, pero no es suficiente. Para desplegar una práctica transformadora, debemos ser conscientes de que somos a la vez sujetos y objetos de poder. Somos sujetos de poder en la medida que lo ejercemos a través de saberes, procedimientos y actitudes. Somos objetos de poder porque estamos ligados a servidumbres del contexto, normas y burocracia. Debemos ser conscientes de que, como profesionales, nos movemos en un campo de relaciones de poder/resistencia que no se cambian haciendo proclamas o declaraciones: el cambio no emerge con tan solo decir que hay que ser distintos, sino atreviéndonos a serlo, con todas las consecuencias que esto conlleva. Sólo si abandonamos nuestras prácticas de trabajo social autoritarias, paternalistas y funcionales al poder y el orden social, podremos transformar algo. Sólo si somos capaces de implementar otro estilo de práctica profesional.
(Continuará…)

[1] La idea de ‘vida buena’ (vivible, digna) se relaciona estrechamente con el paradigma alternativo del ‘buen vivir’, desarrollado en varios países de América Latina desde finales del siglo XX. Equivalente a la vida en plenitud, equilibrio y armonía (en quechua Sumak Kawsay), se desarrolla como propuesta política que busca el bien común y la responsabilidad social en relación con la Madre Naturaleza (Pacha Mama) y el freno a la acumulación sin fin. El ‘buen vivir’ plantea la realización del ser humano de manera colectiva con una vida armónica, equilibrada, sustentada en valores éticos frente al modelo de desarrollo basado en un enfoque economicista como productor de bienes de valores monetarios.
Pingback: #COMUNIDAD/6/ Re-aprendiendo de la comunidad | María José Aguilar Idáñez